Resulta cuando menos curioso que entre la vorágine de imágenes en movimiento y sonidos interminables que no cesan de llegar desde la última guarida del arte o cualquier rincón del mundo exista alguien que, como quien no quiere la cosa, le ponga frenos a la velocidad y decida ensordecer lo que, en algunos casos, se identifica con la contaminación acústica. Sin embargo, cuando este alguien no es uno solo y son muchos los que optan por tomar esta vía, lo que se podría asociar fácilmente a una decisión personal manifiestamente antisocial deriva en una opción para analizar la realidad o, como mínimo, un aspecto de ella tan legítimo como cualquier otro.